Todo tiene un comienzo ...

Prólogo

Mulkrod, el primogénito del hombre más poderoso de Veranion y, por tanto, el heredero al trono, llevaba años esperando a que llegara el día en el que se convertiría en la persona que todo hombre anhelaba llegar a ser, y que solo él y unos pocos privilegiados podían alcanzar por ascendencia de sangre; el mayor honor que un mortal podía lograr, la dignidad imperial. Ahora por fin su oportunidad se presentaba ante él. El poder y la gloria estaban a su alcance. Su padre, Methren III, Señor de Sharpast, Rey de Farlindor, de Tancor, de Sinarold del Oeste y Emperador en las Tierras de Oriente, llevaba semanas gravemente enfermo. A sus sesenta y cinco años, Methren ya no conservaba la fortaleza, ni la salud que antaño disfrutara. Había tenido un largo reinado, demasiado a ojos de Mulkrod, que deseaba más que nada sentarse en el trono de su padre. Todo parecía indicar que pronto vería su sueño cumplido. Su padre estaba débil y demacrado por la edad, y la enfermedad le iba consumiendo día a día. Su fortaleza mermaba y su vida expiraba. Era cuestión de tiempo que todo acabara para él. Desde hacía varios años que se le veía viejo y cansado. Tras un largo y turbulento reinado se veía incapaz de seguir ocupándose de los asuntos de estado, por lo que había delegado en su Consejo privado para que rigiera en su nombre los destinos de Sharpast, pero sin siquiera contar con su primogénito, algo que a Mulkrod no gustó.

La nueva enfermedad dejó al Emperador enclaustrado en sus habitaciones privadas, sin siquiera poder moverse de la cama. Estaba más débil que nunca. Todos sabían que le quedaba poco tiempo. Los médicos confirmaron que no sobreviviría y dijeron que lo único que podían hacer era intentar aliviar su dolor con narcóticos. Eso solo significaba una cosa: Mulkrod pasaría a convertirse en el señor supremo de casi todas las Tierras de Veranion, con un poder total sobre las vidas de millones de hombres y mujeres que vivían en las vastas tierras del Imperio. Aquélla era la más alta meta que un mortal podía alcanzar en vida, y que ahora él estaba a punto de lograr.

Mulkrod amaba a su padre, quien le había dado todo lo que tenía y todo lo que era. Methren, consciente de la importancia de que su heredero estuviera preparado para desempeñar las tareas de gobierno cuando él muriera, se había tomado muy en serio la educación de Mulkrod; los mejores maestros del imperio le habían enseñado y los más prestigiosos guerreros le habían adiestrado en el manejo de las armas. El propio Methren había intercedido en la educación de su hijo, enseñándole las claves para gobernar el Imperio, pero también le había permitido conocer los campos de batalla al dejar que le acompañara desde niño a sus campañas militares, mitigando rebeliones y guerreando con el siempre molesto Reino de Sinarold del Este, el último reino libre del continente que se les seguía resistiendo. Mulkrod planeaba su conquista. Sería lo primero que haría como emperador.

‹‹Ésa es una buena forma de iniciar un reinado, con una conquista —pensaba Mulkrod a menudo—. Al pueblo le gustan las victorias.››

A sus veintinueve años Mulkrod era todavía joven, tenía buena salud, era alto, fuerte y vigoroso, de piel morena y firme, pelo castaño y una barba respetable, aunque no abundante. Era un hombre hermoso de piel morena, ojos negros y pelo rizado. No estaba casado, pero tenía varias amantes y algunos hijos bastardos que nunca veía y que no tenían ningún valor para él. Lo único que le importaba era suceder a su padre y hacerlo cuanto antes.

Mulkrod lloraría la muerte de su padre cuando éste dejara el reino de los vivos, le honraría con grandes festejos y le daría un funeral digno de su persona, pero después se centraría en engrandecer el Imperio, devolverle su antigua gloria y llevar sus fronteras hasta los confines del mundo. No sería sencillo, pero contaba con los recursos que le proporcionaría la eficaz maquinaria del Imperio, con las arcas del estado repletas tras los últimos años de paz que Methren le había dado a Sharpast, y con el temible ejército imperial. Su padre se había pasado gran parte de su reinado luchando, pero no había sido un conquistador; se había enfrentado a las rebeliones de Tancor en varias ocasiones, había luchado contra el pequeño Reino de Sinarold y contra los Tres Reinos de occidente, pero no había conseguido ampliar las fronteras del Imperio, sino que se había limitado a recuperar los territorios de Tancor que se habían rebelado.

Las últimas guerras que había librado el Imperio, si bien no habían acabado en derrota, tampoco se habían saldado con sonoros triunfos: Sinarold del Este se mantenía independiente tras el gigantesco muro que lo protegía y, tras la Tercera Guerra del Norte, los Tres Reinos habían logrado que se firmara una paz por la que el Imperio se comprometía a no atacar a aquel reino; una humillación sin precedentes. Desde entonces, el Imperio no había vuelto a involucrarse en una campaña de grandes dimensiones, viviéndose momentos de paz y tranquilidad, enturbiados en ocasiones por las siempre inoportunas rebeliones de Tancor. Mulkrod tenía muy presente aquella humillante paz firmada en Beglist, puesto que él, cuando todavía no había alcanzado los diez años, vivió en primera persona la mayor afrenta sufrida por el Imperio, presenciando el momento de la firma de la paz. Apenas tenía recuerdos de ese momento, pero sabía que el Imperio había sufrido una gran humillación. Mulkrod estaba dispuesto a poner fin a ese humillante tratado, pero su plan era mucho más ambicioso. Algún día, más pronto que tarde, lo llevaría a cabo.

Durante semanas, Mulkrod esperó impaciente a que ocurriera el fatídico desenlace. Su padre podía fallecer en cualquier momento, pero seguía resistiendo, se aferraba a la vida con fuerza.

‹‹Siempre fue un luchador —pensaba Mulkrod—. Nunca dio por perdida una batalla. Lo que ocurrió en Luizul no fue culpa suya; él no estuvo allí cuando se fracasó en el asedio. Si firmó aquella paz fue por el bien del Imperio. Luchó por la victoria siempre que pudo, pero esta batalla no la puede ganar. No la debe ganar.››

La vigésima noche de la enfermedad del Emperador, Mulkrod descansaba apaciblemente en su habitación. En sus sueños su padre se recuperaba y él quedaba relegado a un segundo plano, siendo olvidado con el paso del tiempo. Sus sirvientes lo despertaron a media noche.

—Mi señor, vuestro padre os reclama —le dijo uno de los sirvientes.

Mulkrod no tardó en darse cuenta de que nada de lo que había soñado era real, solo era una pesadilla. Su padre moría realmente y él muy pronto sería coronado emperador. Methren llamaba a sus hijos para que estuvieran con él en su final.

‹‹Al viejo le queda poco.››

Sus pensamientos volvieron a centrarse en la sucesión. Al ser el primogénito a Mulkrod le tocaba la tarea de sucederle en el trono, así estaba estipulado por la ley de Sharpast. Sin embargo, el Emperador siempre tenía la última palabra a la hora de elegir a su sucesor, pero el testamento ya estaba escrito y su nombre figuraba en él: Mulkrod. Estaba listo para gobernar.

‹‹Mi padre ha tenido un largo reinado que llega a su fin. Ahora es mi turno. Yo le devolveré la gloria al Imperio. Yo lo engrandeceré hasta límites solo antes soñados.››

El camino hasta la habitación regia se le hizo muy largo, como si cada paso que daba le alejará más y más de su destino. Sentía el peso de un Imperio ya sobre sus hombros. La estancia estaba llena de gente: sus hermanas Eriel y Linny, que estaban sentadas en la cama en la que yacía su padre, los médicos hablando entre ellos, un notario, varios guardias y oficiales, algunos consejeros y cortesanos, y varios hechiceros de la Orden de Zurst, entre ellos Solrac, el Primer Encantador, un hombre alto a pesar de sus años, con rostro serio y una larga barba gris con tonos oscuros; llevaba puesta una túnica negra como los demás magos de la Orden. El veterano hechicero llevaba al frente de Zurst desde hacía más de cien años, y más de cincuenta como consejero imperial, primero como consejero del abuelo de Mulkrod, después de su padre y, posiblemente, pronto también lo sería de él.

Nada más entrar Mulkrod se percató de que su padre le estaba diciendo unas palabras al oído de Eriel, la mayor de la familia, sin que nadie más pudiera escuchar la conversación. Mulkrod miró con celos a su hermana. Ella siempre había sido la favorita de su padre, pero ella era una mujer y no podía gobernar el Imperio.

‹‹¿Qué es lo que te ha dicho, hermana? —se preguntó, intrigado.››

No tuvo tiempo de pensar más en ello, ya que al verle entrar todos fueron a saludarle con más adulación que de costumbre.

‹‹Ya me tratan como su Señor —pensó satisfecho.››

La única ausencia importante que notó entre los presentes era la de Hamar, el hermano del Emperador, que se encontraba en sus tierras al norte y aún no conocería la noticia de la enfermedad del Emperador. Las tierras del Imperio eran demasiado vastas y los mensajes tardaban una eternidad en llegar.

Al rato entraron los tres hermanos varones de Mulkrod, que saludaron con respeto a su hermano mayor y se unieron a sus hermanas junto a la cama.

—Padre, han venido a verte —le dijo Eriel al oído.

Al escuchar la voz de su hija, Methren abrió los ojos e intentó levantarse de la cama, pero a duras penas podía moverse. Intentó hablar, pero solo pudo emitir unas pocas palabras seguidas de una terrible tos. Uno de los médicos se acercó a él y le puso un pañuelo en la boca para limpiarle. Al quitárselo todos vieron que estaba manchado con unas gotas de sangre.

El Emperador señaló a su primogénito, invitándole a que se acercara. Mulkrod se colocó a un lado de la cama y cogió la mano de su padre. Methren se esforzó para poder hablar.

—Te… te lego… un gran imperio —le dijo Methren—. Se digno… se digno y merecedor del cargo… que te… otorgo.

—Lo haré, padre. Engrandeceré al Imperio, lo juro por los Grandes.

Su padre era muy devoto, y su casa había honrado siempre a los Grandes.

—Te entrego la… la espada de nuestros antepasados —dijo Methren acercándole, no sin esfuerzo, la empuñadura de la espada que tenía a su lado—. Recuerda… recuerda que solo los miembros de la familia pueden… tocarla. Nuestra sangre. Ahora debo reunirme con nuestros antepasados. Espero… haber sido digno… de ellos.

Mulkrod se alejó unos pasos de su padre y desenvainó la espada de sus antepasados. Sus hermanos y todos los asistentes miraron estupefactos a la espada, que brillaba igual que el día en el que fue forjada. Todos conocían la leyenda de las Cinco Espadas, según la cual solo los descendientes del primer Omercan: Sharpast, el fundador del Imperio, podían tocarlas y empuñarlas, algo que siempre se había respetado escrupulosamente. Todo el mundo tenía vedado tocar la única espada que seguía en poder de la familia, todos salvo el Emperador. La tradición decía que las Espadas tenían un terrible poder capaz de desatar muerte y destrucción; un poder que era para ellos desconocido, pues aunque había historias terribles sobre las Espadas, realmente no sabían hasta qué punto eran reales. Su familia había conservado una de las Cinco, pero las otras cuatro habían desaparecido hacía siglos, durante los años turbios de la terrible guerra civil que el Imperio vivió a comienzos de su historia. Las Espadas se perdieron, pero su memoria perduró y su poder seguía causando el temor de muchos y la fascinación de otros. Mulkrod deseaba encontrar las espadas restantes y usarlas en su beneficio.

‹‹Algún día todas volverán a ser nuestras —solía pensar.››

Methren dejó de mirar a su hijo y prestó atención a las sombras que formaban las llamas de la chimenea en el techo de la habitación. El Emperador parecía obnubilado por ellas.

‹‹Padre debe de estar alucinando —dedujo Mulkrod al ver a su padre.››

Le costaba respirar y seguía tosiendo sangre, pero no podía dejar de mirar las sombras. Empezó a emitir sonidos que nadie lograba entender; estaba delirando debido a la fiebre. Mulkrod asistió asombrado a los últimos minutos de su padre. Los médicos, al haberle drogado, habían dicho que no iba a sufrir, pero sus gestos y movimientos bruscos indicaban lo contrario. Methren daba sus últimos estertores, anunciando su fin, hasta que de repente y, sin previo aviso, paró de moverse, aspiró su última bocanada de aire y desapareció en las sombras.

Todos habían permanecido en silencio en su final. Las dos hijas del ya difunto emperador, destrozadas por la pérdida, comenzaron a llorar a los pies de la cama. El resto de los presentes se mantuvieron en silencio observando al difunto. Uno de los médicos confirmó la defunción y Solrac fue el que rompió el silencio.

—El emperador ha muerto —dijo el mago—. Sus restos serán incinerados en el mausoleo de los reyes, como manda la tradición. ¡Que los dioses otorguen un largo reinado al nuevo emperador! ¡Mulkrod, el primero de ese nombre! ¡Salve, Mulkrod!

—¡Salve, Mulkrod! —repitieron todos, inclinándose ante él. Nadie pudo verle la sonrisa maliciosa que momentáneamente recorrió sus labios.

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